6.5.14

De "La desaparición de Hollywood", por René Avilés Fabila (1973)


LA DAMA DE LOS GATOS

Tuve que alojarme en este hotel de ínfima categoría: un edificio absolutamente descuidado, casi en ruinas, de aspecto siniestro, porque no conseguí otro mejor. Vine a Equis, ciudad que no conozco bien y cuyo lenguaje me resulta tan poco familiar, a causa de ciertos problemas económicos sin resolver. Es invierno y oscurece muy temprano. Las noches que llevo durmiendo aquí han sido particularmente ingratas por un grupo de gatos dedicados a maullar, y en los maullidos siempre hay ecos de historia terrorífica, reminiscencias de novela fantasmal. Lo más extraño es que de día nunca los vi y, a cambio, en cuanto anochece aparecen muchos, de diferentes pelajes, de distintos tamaños, y juntos orquestan una horrenda sinfonía felina que no me deja dormir como deseo después de andar muchas horas celebrando trámites burocráticos. 
Tanto el administrador del hotelucho como sus habitantes son ancianos, muy ancianos, y le dan al edificio calidad de asilo, de lugar semiabandonado. Nadie habla y de vez en vez llegó hasta mis oídos un arrastrar de pies fatigados y enfermos, que marchaban por ratos, efectuando pequeñas paradas de reposo. Ocasionalmente pensé –impulsado por las fantasías que sugiere una antigua construcción –que los moradores diurnos podrían ser los gatos nocturnos: las desapariciones de los primeros coincidían con las apariciones de lso segundos. Ja: imposible creer en brujerías. No obstante preferí echar cerrojo y poner una silla contra la puerta, no por cobardía sino como elemental precaución de un extranjero que desconoce el medio que lo rodea; justifiqué plenamente mi acto cuando los felinos se hicieron audaces y unos comenzaron a husmear por la ventana, mientras otros afilaban las uñas en mi puerta. Ver a través del cristal los lomos erizados contra el brillo lunar, era impresionante, como impresionante era oír el frotamiento enérgico de pequeñas zarpas contra la madera. Fue entonces que decidí ahuyentar a los gatos: salí de la habitación y los busqué: ahora estaban reunidos en un rincón del olvidado jardín; pero estaban reunidos alrededor de una vieja encorvada, de largos ropajes, dedicada a la tarea de alimentarlos; ella no podía verme: permanecía de espaldas; yo mantuve unos metros razonables de por medio. No me animé a interrumpir el hecho que juzgué generoso. En las noches siguientes, la escena se repitió con fidelidad y, por supuesto, no dormí bien. Me quejé al administrador y éste, sin interrumpir la lectura de una revista, masculló algo sobre mi imaginación y la inexistencia de gatos en el hotel. Molesto, me retiré. 

Durante dos noches no volví a escuchar maullidos y eso me tranquilizó. A la tercera –en que llegué tarde y como de costumbre encendí el fuego de la chimenea y me puse a leer mientras me daba sueño—los gatos comenzaron a maullar. A las dos de la madrugada, fastidiado, decidí demostrarle al hotelero la inexistencia de los felinos escandalosos que sólo escuchaba y veía yo; fui directamente al lugar donde se reunían con la vieja; avancé hacia ellos; ninguno notó mi presencia; pero a medida que caminaba rumbo al grupo me percaté de la tremenda realidad: la anciana no alimentaba a los gatos, les disputaba la comida o quizá éstos le llevaban la carne. La mujer, con sus manos huesudas, tomaba trozos ensangrentados y los devoraba. Intenté detenerme, demasiado tarde: la vieja descubrió mi presencia: me miró desde sus brillantes ojos gatunos, de gata vigorosa pese a la edad, con cicatrices de antiguas peleas y se relamió los bigotes. Automáticamente los animales la imitaron. Retrocedí, volviendo a mi cuarto, donde permanezco aterrado, inmóvil, en espera de un milagro que les impida a la vieja y a los gatos entrar y atacarme.