12.5.07

La memoria del rostro (cuento)

Cuando Hugo vio la cara pálida y atemorizada en medio de la multitud pensó que era la misma chica que había visto en la calle haría una semana. “Pero no puede ser,” se dijo. Esa otra chica había quedado aplastada bajo las ruedas de un camión. Sin embargo, el parecido era notable. Los labios en óvalo, la rizada cabellera rubia, los ojos verdes, la piel dorada: todo era idéntico a la muchacha que vio caminar con paso incierto a su lado y que de pronto se lanzó al tráfico. La muchacha con mirada de perseguida y que no podría haber tenido más de quince años. Tal vez era sólo una coincidencia. “O tal vez no,” pensó Hugo por alguna razón. El ronco grito de la sirena lo sacó de sus cavilaciones. Bajó a empujones, se apresuró a llegar a la oficina, maldijo a la computadora que no quería cooperar y se olvidó temporalmente de la muchacha.
Al día siguiente la vio pasar a su lado en plena hora pico.

Aunque sus miradas se cruzaron por apenas un segundo, no cabía duda que era la misma, excepto que ahora tenía los ojos amoratados. Y sus labios parecían temblar con algo de angustia y desconcierto.
Durante la cena de negocios Hugo no pudo concentrarse en las preguntas de los clientes potenciales de su compañía. Los párpados inflamados de la joven llenaban sus pensamientos. Podría ser que el rostro de la suicida se estuviera confundiendo en su memoria hasta ser idéntico al de la otra. O tal vez se trataba de hermanas gemelas. Tal vez era otra cosa, tal vez… pero si seguía así, perdería por completo el contrato. Trató de olvidar a la joven (o a las jóvenes) con una cerveza de más. Cuando la cena hubo terminado, Hugo repitió el proceso un par de veces. Algo había en esa mirada que se rehusaba a resbalar de su memoria. Hugo taró tiempo en darse cuenta de que era ya el único cliente en el restaurante-bar. No sin bastante esfuerzo, fue capaz de pagar la cuenta, llegar a su departamento ya a oscuras y hasta hacerle intentar hacerle el amor a su esposa medio dormida. Pero sentía que una cara maltratada lo acechaba entre las sombras de su habitación.

El viernes, Hugo y su familia tuvieron una fiesta / reunión. Él intentó distraerse con los bocadillos insípidos de su mujer o de interesarse en las conversaciones de cualquier invitado. Cada vez que le preguntaron por sus ojeras dijo que no era nada, que el trabajo lo tenía sin dormir. El fin de semana se quedó en casa y su estado de ánimo mejoró un poco.

El lunes se despertó aprehensivo. Consideró fingirse enfermo. Luego se dijo a sí mismo que estaba actuando como un niño. Su recorrido en metro trascurrió sin más problemas que los de costumbre. Codazos, empujones, asfixia temporal, olores desagradables, un manoseo descarado… Ya en el exterior y a dos calles de su oficina tuvo que esperar a que pasara una manifestación. Cuando la chica apareció entre los manifestantes, Hugo casi se sintió aliviado.
Por el movimiento de los cuerpos a su alrededor era imposible distinguir la ropa que llevaba puesta; siempre era sólo su rostro en la multitud. El resto que ahora tenía la parte derecha sumamente hinchada, los ojos inyectados en sangre y que le sonreía estúpidamente a la nada.
Pocas personas en el trabajo notaron la excesiva palidez de Hugo.

Mientras daba cuenta de su acostumbrado sándwich y café de las cuatro, decidió que la próxima vez que joven apareciera, la confrontaría. Tal vez ella no lo estaría siguiendo ni tuviera la intención de atormentarlo. Tal vez se trataba tan solo de una pobre niña que sufría por no poder aceptar la muerte de su hermana gemela. Tal vez sufría tanto que lastimaba su propio rostro.

Hugo durmió en paz, despertó tranquilo, se despidió de su esposa e hijos con algo más que la cortesía de costumbre y encaró el trayecto de ida al trabajo con ánimo. Sorteó al gentío de costumbre para subir al metro. No veía la hora de encontrarse con la mujer, o mejor dicho con el rostro que parecía determinado a encontrarse con él. Esta vez conseguiría hacerla hablar. Tal vez hasta conseguiría volverse su confidente. Pero cuando la chica apareció entre estaciones, Hugo perdió todo su ímpetu de hablar con ella. La mejilla izquierda de la chica colgaba desgarrada por completo, mostrando hileras de dientes destrozados.

Hugo escapó de la visión tan rápido como pudo, ignorando las groserías y protestas del resto de la gente en la estación. No dejó de correr hasta encontrarse al aire libre.

Se sentó en una banca y hundió la cara entre las manos.

Cuando terminó de llorar miró a su alrededor; se encontraba en un parque. Nunca había adquirido la costumbre de pasear por la ciudad, así que no tenía idea de qué parque podría ser. Todo se encontraba extrañamente en calma, ni siquiera se escuchaba el insistente pitido de algún pájaro ni el claxon de algún conductor apurado. Consultó su reloj de muñeca y supo que faltaban solo quince minutos para las nueve de la mañana. Como no encontrara un taxi, la única forma de llegar a tiempo al trabajo sería en metro. Y el recuerdo de una cara descompuesta dejaba en claro que esa no era una opción.

Se encaminó al cruce de caminos sin dejar de sentirse un poco miserable. Alzó la vista para estudiar el tráfico y descubrió a la muchacha a lo lejos. La mitad de su cara era una sanguiñolienta masa de huesos rotos y un ojo reventado. Su cabellera ondeaba con el viento, dejando caer pedazos de cerebro en la acera. La chica fijó la mirada en Hugo y le sonrió con lo que quedaba de su boca. Le hizo señas insistentes de que se acercara.

Hugo tardó varios segundos en reaccionar, hipnotizado por el ser imposible que lo llamaba. De pronto corrió con todas sus fuerzas en la dirección opuesta. De alguna forma no escuchaba ni pensaba nada, y sin embargo percibía nítidamente varias cosas a lo largo de su recorrido: el aroma dulzón de un puesto de nueces confitadas, la blandura del pie enfundado en una bota que pisó, el vidrio de un aparador contra el que estuvo a punto de chocar en su carrera, el rostro sorprendido de una mujer que se cruzó en su camino, la enormidad del trailer que acabó con él.
(***)
Cuando Silvia vio esa cara enrojecida y perturbada en medio de la multitud, pensó que le resultaba vagamente familiar. “Claro,” pensó después. Era idéntica a la cara del hombre que había pasado corriendo a su lado hace una semana y que de pronto se había lanzado contra el tráfico.

Ejercicio sin letra "e"

LAS BRUJAS PUTONAS

Las suyas son glorias ya pasadas.
Gastado su mágico don, practican ahora un oficio tan primitivo como injurioso a ratos. “Las brujas putonas,” las llaman hasta a su cara.
Su inmortal nubilidad (único glamour aún sin huir) cautiva a sus masculinas “conquistas”.
Poca paga y mucha pugna conforman sus últimos días.
Cuando arriban las sombras nocturnas, las brujas suspiran juntas, implorando la divina paz.
Una paz tan huidiza como toda ilusión.

Poemínimos (¿Haikai?)


I

Ante el cadáver
las moscas se alegran,
bailan en nubes

II ACAPULCO AL AMANECER

Prisma de agua.
Ola de mar convulsa.
Caos hermoso.

III

Fumó.
Tosió.
Se marchitó.

IV MIGRAÑA

Tiembla la sien.
La luz ya es un monstruo.
Los sueños mueren.


V NOCHE CALUROSA

La brisa muere.
El sudor te permea.
Odias la vida.

5.5.07

¿Velocidad o prisa?

Recientemente quise revisar un cuento que había escrito hará cosa de un año y que había dejado descansar para poder corregirlo "en frío"; tras de revisar todos mis documentos (y algunos eran tan viejos que juraría que son de otra vida) electrónicos, en papel y como fuera, descubrí que la única copia que tengo de ese cuento está en un diskette de esos de 3 1/2, y en un formato de Word que ya no existe. Por descontado, resulta que tengo dos computadoras en casa y ninguna de las dos acepta diskettes. Total, resulta que para recuperar el cuento tengo que buscar alguna computadora "de las viejas", porque ya nadie almacena sus archivos de esta manera.
Pero al mismo tiempo me fuí dando cuenta de que tengo varias cosas que aún siguen funcionando, excepto que ya nadie los usa: tengo una enorme colección de videocassettes en VHS, pero ¿quien compra todavía videocaseteras? (la mía está ya tan dañada que tiende a destruir los cassettes más viejos, o sea, los que tengan más de 10 años de antigüedad). Tengo una cámara de rollo (resulta que ahora se les dice "análoga") y cuando la uso mis amigos me preguntan que porqué no compro una digital, que porque así es más rápido y con la que tengo no puedo ver la foto al momento... ya dejé de contestarles que es porque algunos rollos captan mejor ciertos colores, e inclusive se pueden tomar fotos muy nítidas en blanco y negro ("¿y para qué quieres fotos en blanco y negro?" me suelen decir). Tengo toda una colección de CD's y de ("¡horror,!" dice mi hermana) cassettes... los más benévolos me dicen que para cuando me compro un iPod, los menos simplemente me cantan: "Y dime abuelito, por qué / por qué eres viejito, dime (...)". Manejo un auto del '96 que según yo funciona bien, pero parece ser que ya es obsoleto (mi abuela super-conservadora maneja uno del 2003...). En cuanto a la ropa el problema no es tan grave, resulta que me ponga lo que me ponga siempre puedo decir que soy de estilo "retro".
Un día incluso encontré unos videojuegos de Super Nintendo (¿alguien se acuerda de eso?) que, efectivamente, me trajeron algo de nostalgia "por tiempos pasados"... luego me di cuenta de que esos "tiempos pasados" son de hará unos 8 años y entonces pasé a una mezcla algo rara de depresión con perplejidad. No quiero ni imaginarme la que me espera dentro de 30 años. Si es que para entonces no se considera insano vivir más allá de los 40, claro.
Lo pavoroso es que al ritmo al que vamos pronto toda mi biblioteca también va a ser obsoleta por el simple hecho de que son libros impresos. Me dicen (y esto me lo dicen algunos amigos de cuarenta y tantos años de edad) que el futuro será el libro electrónico.
Claro, esto no necesariamente será así: como sea siguen existiendo periódicos impresos, y las noticias por internet tampoco sustituyeron a la televisión. El "cine en casa" no ha destrozado del todo a los cinematógrafos... aunque hay que decir que las cadenas cinematográficas más "modernas" (¿todavía se puede decir "moderno" o ya es un término obsoleto?) y el hecho de que crezcan como esporas nos tienen aterrorizados a los que todavía preferimos algunos pequeños cinematógrafos, de esos más amplios, usualmente ubicados en edificios más viejos (a veces hasta con decorados de verdad), que venden palomitas de verdad (como quiera hay bastante diferencia de sabor entre las palomitas de grano y las de microondas, ya no digamos entre la mantequilla y la margarina...) y cuya cartelera no sólo incluye las películas más recientes (y en el 97 % de los casos de producción hollywoodense), sino de varios años y países. Y conste que ni siquiera me refiero a los cines "de arte", que también tienen su encanto.
Con todo esto no quiero decir que las objetos nuevos tengan nada de malo por sí solos. Al contrario, a menudo traen bastante comodidad --por ejemplo, los DVD con escenas borradas o que hasta permiten ver la película de manera más o menos interactiva (un pequeño videojuego, pues) me parecen un gran acierto. Lo que me pregunto es de donde surge la idea de que siempre hay que tener lo más nuevo y que desechar todo lo anterior. Poco a poco llegaríamos a un lema que ví en un libro de economía: "Si no está roto, rómpalo". La velocidad de la vida, dicen. O la velocidad del consumismo, digo yo.
En fin, en cosa de unos cuantos minutos tendré que ponerme a buscar una computadora que todavía me permita rescatar ese cuento. O tal vez podría reescribirlo en mi propia computadora o en mi máquina de escribir (Sí, tengo una máquina de escribir portátil; y sí, mi prima de 11 años me preguntó una vez que qué era cosa de metal que tengo en mi escritorio) o a mano, por puro gusto de fregar...