EL ERMITAÑO
Me refugio en las sombras y contemplo a un grupo de hadas fatuas ejecutando una compleja danza que concluye con la zambullida dentro de un haz de luz. Dicho haz las abrasa y disuelve; pero las hadas lo aman irremediablemente, porque tal es su naturaleza. Habiendo registrado estos eventos, regreso furtivamente a mi hogar con el invaluable cargamento fílmico.
En mi madriguera conservo celosamente una coleccion de tesoros milenarios. Reviso y actualizo el catálogo, los reordeno, pulo y contemplo amorosamente mientras rumino la guerra que mis augurios vaticinan. A menudo me pregunto para quien exactamente es que guardo esta colección. Espío en mis sueños el vuelo de las aves cósmicas y de vez en cuando me sorprendo con un discreto anhelo de unirme a sus cardúmenes. Sin embargo, a duras penas puedo desplazarme a más de unos cuantos kilómetros de mi cómoda guarida. He de esperar pacientemente al avatar del héroe cuyo destino será indagar en mis secretos. He de conservar abierta la flama que resguarda mi entrada y que sólo yo puedo traspasar a voluntad.
Mas he aquí que el aire a la entrada de mi gruta deja de arder súbitamente y en su lugar una ráfaga helada azota las paredes y destroza cristales tras de los cuales guardaba joyas mánticas y pinturas con vida propia. El primer temblor hace danzar los estantes. Un prisma cuya forma sugiere el ovo mundi estalla contra el piso de mármol, que en pocos minutos se resquebraja como un espejo. Comprendo ahora que mi tiempo ha llegado a su fin y que el papel que me estuvo destinado interpretar no fue después de todo el del guardian de los tesoros, sino el del loco que, atemorizado por la vida, dejó pasar el mundo que le estaba prometido sin atreverse jamás a gozarlo.
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