27.8.07

Una página de mi diario

(He olvidado a qué fecha corresponde, pero tengo la idea de que no importa demasiado)
Me duele la cabeza y me queda poco tiempo para escribir.
Acabo de leer que la poesía no surge del vocabulario cuidadosamente ornamentado ni de la alusión a lo indescriptible, sino de la descripción precisa de un hecho y emoción. ¿Pero cómo, exactamente, es que ha de lograrse éste efecto? ¿Enumerando todo lo que automáticamente asocio con tal hecho y emoción? ¿Buscando las palabras que más cercanamente evoquen la experiencia? Porque ni lo uno ni lo otro me parecen métodos del todo fidedignos. El primero es tan personal que puede volverse incomprensible. El segundo también, pues me consta que las palabras más precisas en realidad lo son para el que las usa, pero el que las oye las relaciona con otras experiencias propias.

Caso específico: el dolor de cabeza que tengo está concentrado en la sien derecha. Me hace pensar en un ojo hinchado y sanguiñoliento, en un cerebro resquebrajado palpitando como corazón en alarma y en la migraña que vuelve insoportable hasta el más escuálido rayo de luz.
Con todo eso describo algo cercano a lo que siento pero, ¿qué sentirá un lector cualquiera al leer tales palabras? ¿Simpatizará con mi malestar al punto de sentir un pequeño eco de éste en su propia sien? ¿Seguirá sin comprender porque le falta empatía? O tal vez ninguna de esas dos opciones sino una tercera que es imprevista y de hecho imposible de calcular porque se forma en el momento mismo de la lectura.

Y si ese hipotético lector (¿lectora?) a su vez intentara compartir conmigo lo que sintió al leer, en realidad me brindaría una descripción aproximada de su propia sensación, y así armamos un círculo vicioso.

Entonces resulta que es verdad: el instante mismo de la contemplación del arte es un momento mágico y perecedero en el cual se ejecuta ese pacto entre el creador y su público, que es la única y verdadera religión de todo artista genuino.

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