Por: Fenrir Branford
Te encontré en el vino que degusté esta tarde. Su caricia, dulcemente fría, y su sabor engañoso, evocaron el recuerdo de tus besos. Resistí la tentación de escupirlo; lo tragué, porque así también habría de hallar la salida de mi cuerpo, pero después de atravesar mis entrañas, semejando tanto a tu recuerdo.
Has estado ahí, te he respirado en los perfumes errantes de las flores que se marchitan en la delicadeza del invierno, y pareciera ser el polen de tu piel lo que despiden las arañas violetas que por las tardes tejen mis cabellos enredados. Una vez te observé deslizarte por entre las sombras ebrias de la calleja donde ahogaba mi melancolía, y creo que bebí de tus lágrimas en aquel recinto de caoba, cuando pasé la madrugada leyéndole en voz alta mi poesía a un auditorio mudo, donde te refugiabas furtiva sin saber que me escuchabas.
He buscado olvidarte, para luego con vehemencia simplemente buscarte; no se donde perdí el rumbo, pues te perseguí entre los muslos de otras hembras, acompañantes con belleza de diferente color que la tuya. Una madrugada creí saborear tu lengua entre ciertos cabellos dorados, que me siguieron discretamente tras un concierto de cuerdas agónicas, y meses después quise encontrar el brillo de tus lunas en una mirada verdosa y extraña. Mas de una mañana olvidé si fueron días o años desde que nuestras manos fueron una en el amanecer. Tras días incansables, el sudor perfumado de damas aventuradas y doncellas profanadas se mezcló entre mis sábanas, formando una perfumería de sensualidad; pero aun confundido, pude elegir entre el centenar de pétalos aquel que dejaste olvidado cuando volaste lejos, ya arrojada por mí diestra distraída, ya impulsada por tus zapatos inquietos que alguna vez adornaron mi alfombra, manchada por nuestros espasmos.
Estuve sólo en nuestras ruinas, contemplando un ocaso congelado, y algunos ciclos después sudé arte con una actriz de labios grises. Susurré la canción que olvidaste, despierto en la madrugada del memorial de ese día, él que nos vio nacer, y celebré con una copa de licor condimentado las cenizas de los marcos que tras enmarcarnos, ardieron. Me parece que fue un súcubo el que me sacó del bar cuando de lejos bailaba tu nombre, y que la dama de quien robé savia en el aquelarre usaba en cada momento una máscara con su sombrero. Aun en esa noche, te recordaba.
Y hoy….
Encuentro mi piel tallada con los nombres de otras, cubierta del polvo de mil recintos donde nunca fundimos nuestras entrepiernas, húmeda con miradas de seres transparentes que nunca me tomé la molestia de bautizar. Pero cuando tomo la daga y la vuelvo pluma de pavorreal, encuentro bajo mi capa tu inicial tatuada, nuestras huellas con cincel plasmadas, y palpitando perpetuamente, un cuadro de nuestro “nosotros”. No sé si estoy sólo, si estoy con alguien, o si estuve; no se si esa copa derramada en mi escritorio fue de alguna amante que la descuidó en nuestra lujuria, de algún hermano con quien compartí pensamientos, o si fue mía, y cayó cuando Morfeo me venció sobre mi papiro desencantado. El calendario mohoso me anunció la carrera constante de Cronos, y así me percaté de que no te pensé durante años, y que tus cartas vagas, tus orgasmos de sirena y el azúcar de tus promesas fueron sepultados por mi arenosa indiferencia. Y aún así estuviste siempre presente. Nunca te fuiste, aun a través de las pruebas del desgranar del tiempo, de la carne difusa, de la lápida sobre el andar, del ennegrecimiento de la pintura que antaño coloreó mi vista.
Pero desapareciste entre las risas del rocío, y las heladas que matan raíces ya han descendido sobre las profundas corolas. Las rosas que ayer se tiñeron de rojo al mojarse en nuestra fuente, hoy rozan mis firmes párpados para encontrarlos secos.
6.5.11
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