6.6.18

Diez años ya...


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Cuando era veinteañero, creía que tendría más suerte ligando en línea que en los bares y antros. Porque en esos lugares, me decía, se ve sólo un poquito de la apariencia (con luces a medias y entre efectos estroboscópicos), se platica apenas a gritos (porque la música se pone siempre a todo volumen); y todo eso, asumiendo que se encuentre con quien platicar. Como me daba la impresión de que a donde fuera todos los otros hombres iban como mínimo de a dos o tres (y los más jóvenes en auténtica manada, por no decir que esos siempre iban en grupos mixtos, así el lugar fuese sólo para hombres. Nominalmente, por lo visto), ¿cómo iba a animarme a hablar con alguien estando yo solo? Y para rematar, todo empapado en por lo menos un poco de alcohol. Casi siempre en cerveza de entre quince y treinta pesos. Y en línea, me decía, se empieza platicando —se hace un juego de seducción por lenguaje, si acaso con alguna imagen (alguna foto) para tener algo de contexto.


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Claro, al poco tiempo fui percatándome de mi error: Es que nadie en línea es exactamente quien dice ser. No solamente todos exageramos un poco, todos usamos fotografías de hace años (y eso cuando sí es la nuestra), todos usamos seudónimos… O no. De hecho, al poco tiempo fui descubriendo que más de uno usa y se presenta como es. El verdadero problema era el asunto de que pides una cosa y te salen con otra. Que la gente no lee. Que se fijan o en una foto que les gusta o en una descripción que los atrae y sin pensarlo más, a escribir, responder, coquetear. Aunado a algo curioso: La simultaneidad de que todos damos por sentado que si dos hombres homosexuales quieren conocerse, es para tener sexo; y al mismo tiempo, que se debe siempre de fingir que estamos buscando amor, pareja, amigos. “Lo que se de”.


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Claro que hay muchas variaciones, y no hablo sólo del asunto de buscar o no alguien con quien coger un rato. De entrada, el sabido asunto de que el grueso del mundo cuando ve dos hombres tomados de la mano asume que son Gay. Los millones de posibilidades (bisexualidad, por ejemplo) ni les pasan por la cabeza. Y para el caso, tantos y tantos que más que de sexo están hambrientos de contacto físico. A la fecha no me queda del todo claro si se supone que “Faje” es solo “tocarse, abrazarse, besarse, pero sin llegar a la penetración” o si “fajar” es “Coger, tener sexo”. Vamos, lo que abunda en línea son los sobreentendidos.



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El caso es que de hecho sí que conseguí hombres, desde para unas horas hasta para relaciones más duraderas. Tanto en los bares como en línea. Bueno, una vez y sólo una, un hombre me abordó en la calle y me invitó a salir (esto ocurrió en otro país; no sé si eso haya contribuido). Y un tiempo probé incluso uno de esos conceptos que se antojarían de ciencia ficción si no fuera por que: Uno, son tan comunes. Y dos, de hecho tienen raíces mucho más antiguas. El concepto fue el de tener una relación, un noviazgo enteramente por el Internet. Una relación con un chico que vive en otro país, sin jamás conocernos en persona, siendo casi siempre palabras en una pantalla para el otro, con la ocasional fotografía y una que otra conversación por Webcams.


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Decía que tiene una raíz más antigua: He pensado que no difiere mucho de conceptos como el de tener amistades por correspondencia, o por radio casero.


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Fue un noviazgo que duró más o menos un par de años, con todas las subidas y las bajadas de cualquier relación. Pero con una gran diferencia de mi parte: Una profunda insatisfacción física. No, decididamente no me bastaban dulces mensajes de texto para sentirme abrazado. Mucho menos me servía de mucho el cibersexo, que más se parece a un videojuego que a una relación sexual.


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Siempre que tenía la oportunidad de viajar, procuraba visitar el primer bar gay que encontrara. Alguna conquista, muchas noches en que huí por sentirme intimidado, y las más de las veces nada de nada —salvo, eso sí, algo de distracción. Pero un día lo que me temía se volvió realidad: Un hombre al que creí que me había ligado en vez de eso me drogó para asaltarme. Desperté dos días después en el cuarto de mi hotel y con más de la mitad de mi cuenta bancaria vacía. Aún tuve la suerte de terminar en el hotel y no en un lugar mucho peor.


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Por años sostuve que lo que ocurrió no pasó del susto y la inconveniencia. Que me recuperaría pronto. Pero aún no he podido juntar el valor para visitar de nuevo ningún bar gay, ninguno de los ya demasiado pocos que quedan en todo el mundo.


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Apenas al principio de éste año decidí volver a probar suerte. Ahora por medio de una de tantas aplicaciones para teléfono celular que las más de las veces me habían dado más risa que resultados.


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Saldo hasta ahora: Cuatro citas con tres hombres distintos. Los dos primeros me encantaron. Ambos dejaron de escribirme de golpe. El tercero consiguió hacerme rabiar a tan solo dos horas de habernos conocido.


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Pero eso sí, lo que sí me queda de ya más de una década en el ambiente, por así decirlo, es la fascinación de qué tan diverso es éste. Que aunque a veces pareciera que se limita a jóvenes de entre diecinueve y veinticuatro años de clase media-alta o alta, en realidad abarca todos los estratos, todas las edades. Con todo lo que hay de malo, de bueno, y de intrascendente en la humanidad.


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Seguiré en el juego. ¿Quién sabe? Quizás haya aprendido lo bastante de mis experiencias para al fin tener suerte.


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